martes, 20 de octubre de 2009

Esbozos

A veces encuentro cosas que escribí hace años. Como este esbozo:
"Ella está sentada en el suelo del salón, con la ventana abierta que da a la pequeña terraza abierta. Hace calor, tiene el ventilador puesto a la altura del suelo para que el aire frío le revolotee el pelo. Verano. Siempre hace demasiado calor en verano. Oye los cantos de los pájaros de su vecina. Y de eso habla en esas cartas que escribe con esa pequeña letra nerviosa que tiene. El suelo parece inundado de postales, sobres y sellos. Le ha entrado la fiebre. Lleva dos días de vacaciones en su piso. Aún no ha decidido que va a hacer, le quedan 29 días para pensarlo. Tiene dinero para hacer un viaje, ¿pero a dónde? ¿Praga? Siempre ha querido ir a Praga. ¿Berlín? Hace meses que no ve a su hermano. ¿Tokio? hace años que desea viajar hasta allí. ¿Buenos Aires? Así podría conocerlas en persona por fin…
Está contándole a Bastian su problema con las vacaciones. Echa de menos a su hermano, sobre todo desde que se mudó. Parece que ya no recordara su número de teléfono. Pero la verdad, ella tampoco le ha llamado. Es tan cabezota como él, por algo son gemelos. Para ser como dos gotas de agua, pero por dentro. Aunque por fuera también se parecen. Unos ojos verdes cristalinos. Pelo largo y ondulado a la altura de los hombros. Pendientes de oro, más pequeños los de Bastian. Gafas de metal; grises las de ella, azules las de él. Labios finos, desiguales, sonrosados. Piel clara. 1,86 Bastian, 1,68 ella. Tienen los mismos gustos, gatos en vez de perros, fresa en vez de chocolate, chicos…
Siente sed, lleva una hora escribiendo cartas. Se levanta del suelo dejando de interponerse entre la ventana y el ventilador. Va a la cocina. Abre la nevera, saca una botella que compró hace dos días, la última vez que salió de casa. Desde que volvió de la tienda después del trabajo se sintió invadida de tal manera por la pereza que no pudo salir.

Suena el contestador, es la voz de Julia. “Hemos quedado a las 7 para ir a cenar. No lo olvides.” Demasiado tarde, ella ya lo había olvidado. Son las 5, aún hay tiempo. Tiempo para recogerlo todo, ducharse, vestirse y coger el autobús que le lleve al café en el que han quedado todos. Y el regalo, no debe olvidar el regalo. Es el cumpleaños de Albert.
Vuelve al salón, los papeles vuelan hasta la terraza, la atraviesan y caen. Vive en un ático, en un edificio de ocho pisos. Corre intentando atraparlo todo. Pero ya hay cosas que han caído. Pone una figura de mármol sobre los papeles y sale corriendo escaleras abajo. Sin zapatos, con las llaves de casa en la mano —al menos ha recordado coger las llaves—. No ha sido capaz de esperar el ascensor y ha bajado los ocho pisos por la escalera. Sale a la calle agotada, busca con la mirada su papel verde de cartas. Una hoja verde escrita vuela un metro por encima de su cabeza. Un hombre alto la atrapa al vuelo.
—¿Son tuyas? —dice enseñándole el papel. Ella asiente con la cabeza. Le falta la respiración. Él sonríe—: Creo que las he recogido todas.
En los bajos del edificio hay un café. Ella nunca toma café allí, siempre tiene demasiada prisa por irse o volver a casa. Ella se fija en él, es oriental. Tiene un acento muy dulce. Es más alto que ella, tiene el pelo más corto, pero sólo un poco. También lleva gafas, pero de sol. Señala sus pies, entonces se da cuenta de que está descalza, le hace una reverencia. Coge sus cartas y sube.
Sube en ascensor, tiene paciencia para esperar. Tiene una sensación extraña en la mano. Tarda en darse cuenta de que se trata el rumor de su mano. El eco de su piel, su piel era suave y morena por el sol, dorada. Le gustan las pieles morenas, doradas. Abre la puerta de casa, va al salón. Olvidó cerrar la ventana, olvidó apagar el ventilador. Levanta un libro que estuvo leyendo la noche anterior y coloca bajo el las cosas. Busca las zapatillas con la mirada, las encuentra junto al sofá. Apaga el ventilador. Baja en el ascensor.
Cuando sale del portal, le ve sentado en la terraza del café. Sonríe y la llama con la mano. Tiene las piernas cruzadas y bajo su mano derecha están las hojas verdes que han salido volando por su ventana.
—Gracias.
—Me gusta el verde —le da las cartas.
Ella se va, pero de repente se arrepiente—: ¿Quiere un café? —sobre su mesa hay una taza de café de llena. Él la mira antes de contestar.
—No, gracias —sonríe.
A ella le gusta su sonrisa. Se vuelve y sigue hasta su portal. Se siente idiota en situaciones tan ridículas. Piensa en la ducha. ¿Qué vestido ponerse? Le gusta ponerse vestidos en los cumpleaños de Albert, a Albert le gustan los restaurantes caros. Se siente bonita en ellos.
Su planta. Abre la puerta, va al armario, mira dentro. No sabe cual ponerse. Se ve en el espejo del armario, pantalones cortos y viejos, la camiseta de la Humboldt de Bastian, el pelo sucio. ¿Cómo se le había ocurrido invitarle a un café?
Alguien toca a la puerta, le cuesta darse cuenta. Lleva tres días sin timbre. El portero aún no lo ha arreglado. Daniel pasaba a buscarla a las 6 (cosa de Julia, seguro), son las 5 y 20. A Daniel le gusta llegar temprano.
Abre la puerta, es él. Sonríe. Le tiende un sobre verde, señala el remite. Así supo el piso.
—Voló por la ventana.
Ella corre hacía el salón y cierra la ventana. Vuelve a la puerta, él espera.
—¿Un café? —pregunta él con una sonrisa.
—Sí.
Le deja entrar y cierra la puerta tras él. Él se dirige al salón, ella le señala el sofá y él se sienta.
—No tengo café —dice ella con una sonrisa turbada. Ya no tiene café desde que Bastian no va a verla. Ella siempre prefirió el té.
Él sonríe—: No quiero café, ya me tomé uno.
Ella se acerca. Se sienta junto a él, sobre una pierna dejando la otra muy cerca de la suya. Se miran, sonríen. Él acerca la mano hasta su rodilla y ella espera su mano, el roce con su piel. Primero la roza, y después la deja sobre la rodilla unos segundos. Él espera que ella haga o diga algo. Y ella simplemente disfruta de su mano sobre su rodilla. Él levanta la mano, el gesto la sorprende y hace que ella la tome y la apriete suavemente con la suya contra su rodilla. Él sonríe. Su mano sube por el muslo, mira sus ojos mientras lo hace. Ella no se resiste. Le gusta.
Ella desea tocarle, rozarle como él lo hace. Devolverle esa sensación, ese calor. Pero lleva pantalones vaqueros y una camisa blanca de manga corta. ¿Qué acariciar? ¿Su mano? ¿Su rostro? ¿Su brazo? Quiere comprobar si el resto de su cuerpo es tan suave como su mano. Mira su mano, es grande, de dedos largos y finos, suaves y cálidos. Dirige su mano hacia su cinturón, pasa por encima, como si caminara sobre él y mete sus dedos entre los botones de la camisa, desabrocha uno. Mete tímidamente un dedo. Seda, parece seda. La piel es suave, un poco más clara que la de su mano.
Pega un respingo. Ahora es consciente, siente su mano acariciando su sexo por encima del pantalón. Él pide permiso con la mirada para desabrochar aquellos dos botones.
—¿Puedo?
Ella asiente, aparta las manos, deja que él desabroche los botones, siente sus dedos por encima de sus bragas. Un pequeño gemido se escapa entre sus labios.
Ella pone una mano sobre la suya atrapándola, le gusta sentirla ahí. Él lo hace tan bien…
Ella sonríe desmayada.
Ella pide permiso—. ¿Puedo?
Él asiente con una sonrisa. Ella desabrocha el cinturón. Siente su sexo hinchado. Desabrocha, uno, dos, tres botones. Acaricia el slip. Le gusta sentir como late en su mano.
Él tira de su pantalón hacia abajo. Ella se levanta un poco para que pueda bajárselos. Él coloca una mano al final de su espalda y tira del pantalón. Este cae al piso, pero la mano sigue ahí. Se mete por debajo de sus bragas, acaricia su piel, nota que está mojada. Ella siente como su propio sexo se hincha y humedece.
—Quiero verlo —dice ella.
Él se levanta, siente tener que quitar la mano de su espalda. Se quita los zapatos con los pies, baja los pantalones. Toma sus manos y las pone sobre el borde de su slip para que ella lo baje. Ella se queda quieta un momento. Toma aire, lo baja, lo mira. Siente como sus bocas se hacen agua.
—¿Te gusta? —pregunta él. Ella asiente. Desea metérselo entre las piernas y en la boca al mismo tiempo. En ese momento le parece perfecto.
Él se sienta en el suelo en medio del salón. Tiende una mano hacia ella.
—Ven… Ven. No voy a hacerte daño.
Ella toma su mano. Está inclinada ante él. Él pone las manos en sus tobillos, ella se quita las zapatillas. Él sube las manos hasta sus gemelos, los acaricia. Ella cae sobre sus rodillas. Le baja las bragas. Acaricia los muslos, su sexo. Mete un dedo dentro, otro gemido de placer. Tira de sus piernas y la sienta sobre las suyas. Sus sexos se rozan, palpitan al unísono. Ella le desea dentro, él desea estar dentro de ella. Ella abre los botones de la camisa de él. Él busca un preservativo en la cartera, se lo pone. Ella se apoya en una mano tirando el peso hacia atrás. Siente su sexo, poco a poco, deja que entre en ella. Él la atrae hacia si.
"

domingo, 20 de septiembre de 2009

En la claridad (8)

—¿Cómo está la señora Cho?
—Oh… —una palabra vino a su mente «Shangai».
—¿Qué pasa? ¿Se encuentra bien?
—Sí, me preguntó por ti.
—¿Te preguntó por mi "dragón de jade"? —bromeó Duncan mientras buscaba las llaves de su apartamento en el bolsillo.
Le ponía nerviosa su desvergüenza—: Me preguntó si te llevaría conmigo en otoño.
—¿Por eso te pones roja? —preguntó señalando algo evidente. Maya se había puesto roja.

Duncan la había dejado con el taxi, en la puerta del edificio donde vivía la Señora Cho. Llevaba en la casa menos de cinco minutos y ya se sentía como siempre. Era esa misma sensación cálida, que sentía siempre que volvía a casa de la Señora Cho. Ella había cuidado de Maya cuando era niña, hasta que con trece años, sus padres habían decidido que debía estudiar en un internado femenino en la Madre Patria. La Señora Cho le recordaba los mejores momentos de su infancia, aquella época en la que recordaba haber sido siempre feliz en Hong Kong. Después de su partida al internado, cada verano había significado un ritual, ella volvía a casa e iba directa a la cocina a ver a la Señora Cho, que se quedaba unos cinco minutos en silencio, evaluando los cambios que había sufrido en los meses anteriores, siempre le decía lo mismo: «Estás muy alta, has crecido, She.» y después comían las dos juntas en la cocina, justo como antes de que ella se fuera al internado. El veredicto siempre había sido el mismo, durante el internado, durante la universidad, tras su matrimonio, cada vez que tenía que dar un curso en Hong Kong, incluso cuando sus padres decidieron que era hora de volver a la Madre Patria –el año en el que Hong Kong volvió a ser parte de China–, y la Señora Cho se mudó con el Señor Cho a Shangai.
—Estás muy alta, has crecido, She —dijo rompiendo el silencio, la Señora Cho era la única que la llamaba así. She, serpiente.
—Siempre dices lo mismo —sonrió feliz, el ritual se repetía una vez más.
—¿Vas a quedarte a comer, She?
—El señor Black me espera dentro de una hora en el hotel.
—¿No vas a presentármelo, She?
—¿Quieres conocerle? —preguntó algo confusa. Eso no formaba parte del ritual.
—Si tú quieres que le conozca, She. Me parece una idea esplendida que quieras quedarte a comer conmigo, She —se fue alejando en dirección a la cocina—. Es una idea estupenda invitar a tu señor Black, She, a comer con nosotras. Estupendo que quieras llamarle, She.
Maya sonrió, la señora Cho siempre era así. Decidía por ella y después se comportaba como si todo hubiera sido idea de Maya, y ella no hubiera tenido nada que ver.

Duncan apareció quince minutos más tarde con un paquete lleno de dulces—: ¿Qué ha dicho? —la Señora Cho había emitido un largo veredicto en chino, tras sus cinco minutos de observación silenciosa. Maya había escuchado muerta de la vergüenza, deseando que la tierra se la tragase y agradeciendo que él no hablase más que un par de palabras de chino.
—¡Qué! —la Señora Cho había tomado el paquete con los pasteles y había ido a llevarlos a la cocina, dejándoles solos en el salón.
—No hablo chino.
—Que esperaba que fueras más… —le costaba ser “diplomática”. No se veía capaz de traducir a la Señora Cho. ¿Cómo podía haber sido capaz? Cuando le presentó a Andrew sólo había dicho «Es alto».
—¿Joven?
—Bajo —mintió—. Pero le gustas. El resto no pienso traducirlo —miró a la Señora Cho que volvía de la cocina—. Me avergüenzas —murmuró en chino.
La Señora Cho sonrió—: ¿Comemos ya, She?

Duncan puso la mano sobre su muslo en el taxi—: ¿Qué fue lo que dijo?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Maya…
—Que tienes mucho yang, mucho fuego —aquello no era algo que le extrañara, ella misma lo había notado. «Él tiene mucho yang, tú tienes mucho yang, pero él sabe como equilibrarlo. Es bueno para ti. Sabrá sacar tu yin.»
—¿Nada más? Pensaba que había dicho algo sobre mi “dragón de jade” y mi fogosidad.
Maya enrojeció—: Creí que no entendías el chino.
—¿Yo dije eso? Mentí.
—¿Lo entendiste todo? —preguntó preocupada. Había dejado que la señora Cho se explayara en sus fantasías salidas de la lectura de los libros de Jade Lee. Todo porque pensaba que Duncan no entendería nada.
—No sé, estaba demasiado ocupado mirando tus “montañas llenas de ying”. ¿Qué es eso de “la cueva bermellón”? ¿Merece la pena ir de visita turística? ¿Qué es la “cueva bermellón” y el “dragón de jade”?
—Son… —levantó la mirada y vio su sonrisa socarrona—. Me estás tomando el pelo.
—Estoy deseando que me lo expliques, palabra por palabra.
—Si quieres te hago un croquis, o te compro un libro —tenía en la maleta una novela de Jade Lee, que la señora Cho le había regalado en su penúltima visita.
—Prefiero las exposiciones orales.
—No soy muy buena con la lengua —«soy más bien de las que muerden.» Pensó. ¿Por qué le estaba tomando el pelo de esa manera? Él no era así.
—Eso lo pongo en duda.
Maya se dio cuenta de que la mano de Duncan seguía sobre su muslo y que ese contacto, lejos de molestarle, le gustaba. Sonrió, se dejó caer, relajada, en el asiento—: No pienso hacerlo.
—Todo es negociable —Duncan cerró los ojos y siguió disfrutando de su mano sobre el muslo de Maya—. ¿Por qué te llama she?
—Nací en el año de la serpiente.
—¿Seguro que se te dan mal las exposiciones orales? Las serpientes suelen tener mucha labia.
Maya se dio por vencida, no podía con él, así que se echó a reír a carcajadas.
—Bonita risa —Duncan sonrió con los ojos aún cerrados.

miércoles, 5 de agosto de 2009

sábado, 1 de agosto de 2009

La estirpe del lobo (3)

Luvia se preparó el té, mientras esperaba que el agua hirviera mezcló las hierbas. El nómada le había dado la receta de la mezcla de hierbas. Le recomendó que las usara con cuidado, no debía abusar de ellas.

Se preguntaba cuánto tardaría Norah en descubrir su pequeño secreto, era muy lista y seguramente no tardaría mucho en poner fin a su pequeña tregua. Tenía que haberlo notado.

Se preguntaba ¿por qué todo aquello? ¿Por qué se prestaba a aquella pantomima? Era ella quien había admitido al forastero en casa, Norah había estado en contra, muy en contra. Y seguía estándolo. Pero a ella le gustaba tenerle allí, aunque no se lo dijera. Era una razón más para no preocuparse por si misma, así había sido desde que Norah había dejado todo en sus manos. ¡No, no era así!, así había sido desde la noche que había seguido a aquella mañana. Esa odiosa mañana.

La tetera silbó. Luvia vertió el agua en la taza y la tapó dejando que reposara un par de minutos.

Tyr dormía. Se convertiría en un problema si no conseguía controlarle, tenía que ser realista, ya era un problema. Empezó a beber a sorbos el té, estaba aún más amargo de lo que recordaba, pero siguió bebiéndolo.

—¿En qué piensas? —le preguntó Norah sacándola de su ensoñación. Luvia no la había oído entrar, ¿cuánto llevaría allí?
—Odio viajar —miró a Norah, preguntándose si realmente era capaz de leer sus pensamientos como temía cuando era pequeña.
—Podría haber ido yo —la voz de Norah sonaba a reproche, había algo que le preocupaba, que le daba vueltas y que no se atrevía a decirle.
—Es mi responsabilidad.
—¿Has hablado con él?
—Mick no le dijo nada. Tendremos que ir despacio —hizo una mueca de disgusto. Su hermano no había querido contarle nada a Will. ¿Qué pretendía ocultándole la verdad? Había escuchado las tímidas excusas que le habían dado, pero no las había creído. Sabía que mentían, parecía que Michael lo hubiese olvidado todo. Di se había resistido y él había estado a punto de dejarse convencer por su mujer. Entonces a Luvia le había bastado mirar a Michael y reclamar lo que era suyo. Porque Will era suyo.
Se estremeció al pensar en Mick, había hecho mucho tiempo que no se veían. Se había molestado porque sólo se había quedado media noche, pero tal como se sentía no podía quedarse más. No se atrevía. Ese olor la perturbaba.

martes, 16 de junio de 2009

Un hermoso regalo de versión



"Corazón Espinado" by Yakir mi chalaito.

sábado, 7 de febrero de 2009

Viaje a Itaca

Viaje a Itaca

Si vas a emprender el viaje hacia Itaca
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A Lestrigones ni a Cíclopes
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, ámbar y ébano,
aromas deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes;
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre en la memoria a Itaca.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Itaca te enriquezca.

Itaca te regaló un hermoso viaje,
sin ella el camino no hubieras emprendido,
mas ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres, Itaca no te engañó.
Rico en saber y en vida como has vuelto,
comprendes ya qué significan las Itacas.

Konstantin Kavafis

sábado, 10 de enero de 2009

martes, 6 de enero de 2009

La estirpe del lobo (2)

«El otro día sentí el mundo más grande y más negro que de costumbre y mi corazón se llenó de angustia. Y recordé esa calma que sentí entre tus brazos y te llamé. Esa paz serena. El tacto de tu brazo dejándose acariciar por mi mano mientras tu brazo acariciaba sin querer mi pecho y como tu mano llegaba suavemente hasta mi cara. Sentía tu respiración en mi oreja. Recuerdo tu otra mano entre mis piernas y mi mirada sorprendida por su suavidad y tu gesto extrañado por mi respingo involuntario.
Recuerdo nítidamente todo eso ahora. En aquel momento sólo pensé que quería sentir tus brazos, que quería encerrarme en tus brazos y perderme para siempre.
Recuerdo la oscuridad, recuerdo la angustia, recuerdo que deseaba morir. Que me sentía aplastada, hundida, destruida. Y no entendía muy bien por qué y cuando oí tu voz recuperé la calma. Tú notabas que pasaba algo pero yo no quería decirte nada. Sólo ahuyentar aquella cosa oscura que tanto me asustaba y no sé como me llevaste otra vez de vuelta a la calidez de tus brazos y volví a sentirme segura, a salvo de nuevo.
¿No te parece ridículo, mi amor, que yo le tenga tanto miedo a la oscuridad?»

—Deberías dejarlo en su sitio, acaba de llegar —dijo aquella mujer a la que él odiaba intensamente. Se parecía a “ella”, pero no era “ella”. Tenían un olor parecido pero a la vez era completamente distinto. ¿Cuántos años tendría Norah? ¿70? ¿80? A veces tenía la impresión de que era más vieja de lo que aparentaba y otras le parecía más joven.
Le echó una mirada de odio pero guardó el diario en su sitio. Estaba furioso porque “ella” se había ido, rabioso, como un animal salvaje encerrado. Así se sentía. Pero debía admitir que eso era, siempre había sido así. Un animal salvaje que no quería ser domesticado y menos aún por una mujer. Pero ella le estaba domesticando, le hacía sentir que la necesitaba. Pero nunca parecía que ella le necesitara a él. Se había ido sin avisar. Sin importarle sus sentimientos. Y se sentía completamente herido en su orgullo.
—¿Vas a venir? —parecía una invitación a que la acompañase a la puerta, y él no pensaba hacer eso. No quería que “ella” se diera cuenta de que había contado hasta el último segundo de su ausencia. No, no… no pensaba dejar que lo notara. Estaba furioso.
—¡No! —aulló dejando que su furia le inundase. Norah se fue y él creyó notar que sonreía. Esa vieja bruja estaba disfrutando.
Aguzó el oído, oyó como la chirriante puerta de la casa se abría, debía ser Norah, pero no estaba sola, debía estar acompañada por Jack que esperaba a su mujer.
Sentía que las manos le temblaban. Su corazón le latía con impaciencia. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Por qué había tenido que irse así? ¿Por qué no le había dicho nada?
La puerta se abrió. No quiso darse la vuelta, quería demostrarle lo enfadado que estaba con ella, quería que se acercara a él, que le tocara. Pero ella no se acercó. No le tocó. Así que se dio la vuelta y miró como se iba quitando el abrigo, los guantes, la bufanda, los pendientes, el collar, los zapatos… se puso a la pata coja para descalzarse, primero el zapato izquierdo, después el derecho.
—Estoy cansada, ha sido un viaje largo —dijo por fin, y él sintió que le estaba echando. Al fin y al cabo aquel era su cuarto—. Quédate si quieres —añadió con la misma indolencia de siempre. Como si no le importara su respuesta.
Él no quería eso, él quería importarle. Pensó… daba igual… se quedaría, prefería esa indolencia, esas migajas, que no tenerla en absoluto. Así que se dirigió a la puerta y la cerró con llave, se giró y vio su espalda desnuda iluminada por la luz de la luna a punto de meterse en la cama.
Él se desnudó y se metió en la cama junto a ella.