Nami por Koshi Inaba
sábado, 10 de enero de 2009
martes, 6 de enero de 2009
La estirpe del lobo (2)
«El otro día sentí el mundo más grande y más negro que de costumbre y mi corazón se llenó de angustia. Y recordé esa calma que sentí entre tus brazos y te llamé. Esa paz serena. El tacto de tu brazo dejándose acariciar por mi mano mientras tu brazo acariciaba sin querer mi pecho y como tu mano llegaba suavemente hasta mi cara. Sentía tu respiración en mi oreja. Recuerdo tu otra mano entre mis piernas y mi mirada sorprendida por su suavidad y tu gesto extrañado por mi respingo involuntario.
Recuerdo nítidamente todo eso ahora. En aquel momento sólo pensé que quería sentir tus brazos, que quería encerrarme en tus brazos y perderme para siempre.
Recuerdo la oscuridad, recuerdo la angustia, recuerdo que deseaba morir. Que me sentía aplastada, hundida, destruida. Y no entendía muy bien por qué y cuando oí tu voz recuperé la calma. Tú notabas que pasaba algo pero yo no quería decirte nada. Sólo ahuyentar aquella cosa oscura que tanto me asustaba y no sé como me llevaste otra vez de vuelta a la calidez de tus brazos y volví a sentirme segura, a salvo de nuevo.
¿No te parece ridículo, mi amor, que yo le tenga tanto miedo a la oscuridad?»
Recuerdo nítidamente todo eso ahora. En aquel momento sólo pensé que quería sentir tus brazos, que quería encerrarme en tus brazos y perderme para siempre.
Recuerdo la oscuridad, recuerdo la angustia, recuerdo que deseaba morir. Que me sentía aplastada, hundida, destruida. Y no entendía muy bien por qué y cuando oí tu voz recuperé la calma. Tú notabas que pasaba algo pero yo no quería decirte nada. Sólo ahuyentar aquella cosa oscura que tanto me asustaba y no sé como me llevaste otra vez de vuelta a la calidez de tus brazos y volví a sentirme segura, a salvo de nuevo.
¿No te parece ridículo, mi amor, que yo le tenga tanto miedo a la oscuridad?»
—Deberías dejarlo en su sitio, acaba de llegar —dijo aquella mujer a la que él odiaba intensamente. Se parecía a “ella”, pero no era “ella”. Tenían un olor parecido pero a la vez era completamente distinto. ¿Cuántos años tendría Norah? ¿70? ¿80? A veces tenía la impresión de que era más vieja de lo que aparentaba y otras le parecía más joven.
Le echó una mirada de odio pero guardó el diario en su sitio. Estaba furioso porque “ella” se había ido, rabioso, como un animal salvaje encerrado. Así se sentía. Pero debía admitir que eso era, siempre había sido así. Un animal salvaje que no quería ser domesticado y menos aún por una mujer. Pero ella le estaba domesticando, le hacía sentir que la necesitaba. Pero nunca parecía que ella le necesitara a él. Se había ido sin avisar. Sin importarle sus sentimientos. Y se sentía completamente herido en su orgullo.
—¿Vas a venir? —parecía una invitación a que la acompañase a la puerta, y él no pensaba hacer eso. No quería que “ella” se diera cuenta de que había contado hasta el último segundo de su ausencia. No, no… no pensaba dejar que lo notara. Estaba furioso.
—¡No! —aulló dejando que su furia le inundase. Norah se fue y él creyó notar que sonreía. Esa vieja bruja estaba disfrutando.
Aguzó el oído, oyó como la chirriante puerta de la casa se abría, debía ser Norah, pero no estaba sola, debía estar acompañada por Jack que esperaba a su mujer.
Sentía que las manos le temblaban. Su corazón le latía con impaciencia. ¿Por qué tardaba tanto? ¿Por qué había tenido que irse así? ¿Por qué no le había dicho nada?
La puerta se abrió. No quiso darse la vuelta, quería demostrarle lo enfadado que estaba con ella, quería que se acercara a él, que le tocara. Pero ella no se acercó. No le tocó. Así que se dio la vuelta y miró como se iba quitando el abrigo, los guantes, la bufanda, los pendientes, el collar, los zapatos… se puso a la pata coja para descalzarse, primero el zapato izquierdo, después el derecho.
—Estoy cansada, ha sido un viaje largo —dijo por fin, y él sintió que le estaba echando. Al fin y al cabo aquel era su cuarto—. Quédate si quieres —añadió con la misma indolencia de siempre. Como si no le importara su respuesta.
Él no quería eso, él quería importarle. Pensó… daba igual… se quedaría, prefería esa indolencia, esas migajas, que no tenerla en absoluto. Así que se dirigió a la puerta y la cerró con llave, se giró y vio su espalda desnuda iluminada por la luz de la luna a punto de meterse en la cama.
Él se desnudó y se metió en la cama junto a ella.
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