domingo, 20 de septiembre de 2009

En la claridad (8)

—¿Cómo está la señora Cho?
—Oh… —una palabra vino a su mente «Shangai».
—¿Qué pasa? ¿Se encuentra bien?
—Sí, me preguntó por ti.
—¿Te preguntó por mi "dragón de jade"? —bromeó Duncan mientras buscaba las llaves de su apartamento en el bolsillo.
Le ponía nerviosa su desvergüenza—: Me preguntó si te llevaría conmigo en otoño.
—¿Por eso te pones roja? —preguntó señalando algo evidente. Maya se había puesto roja.

Duncan la había dejado con el taxi, en la puerta del edificio donde vivía la Señora Cho. Llevaba en la casa menos de cinco minutos y ya se sentía como siempre. Era esa misma sensación cálida, que sentía siempre que volvía a casa de la Señora Cho. Ella había cuidado de Maya cuando era niña, hasta que con trece años, sus padres habían decidido que debía estudiar en un internado femenino en la Madre Patria. La Señora Cho le recordaba los mejores momentos de su infancia, aquella época en la que recordaba haber sido siempre feliz en Hong Kong. Después de su partida al internado, cada verano había significado un ritual, ella volvía a casa e iba directa a la cocina a ver a la Señora Cho, que se quedaba unos cinco minutos en silencio, evaluando los cambios que había sufrido en los meses anteriores, siempre le decía lo mismo: «Estás muy alta, has crecido, She.» y después comían las dos juntas en la cocina, justo como antes de que ella se fuera al internado. El veredicto siempre había sido el mismo, durante el internado, durante la universidad, tras su matrimonio, cada vez que tenía que dar un curso en Hong Kong, incluso cuando sus padres decidieron que era hora de volver a la Madre Patria –el año en el que Hong Kong volvió a ser parte de China–, y la Señora Cho se mudó con el Señor Cho a Shangai.
—Estás muy alta, has crecido, She —dijo rompiendo el silencio, la Señora Cho era la única que la llamaba así. She, serpiente.
—Siempre dices lo mismo —sonrió feliz, el ritual se repetía una vez más.
—¿Vas a quedarte a comer, She?
—El señor Black me espera dentro de una hora en el hotel.
—¿No vas a presentármelo, She?
—¿Quieres conocerle? —preguntó algo confusa. Eso no formaba parte del ritual.
—Si tú quieres que le conozca, She. Me parece una idea esplendida que quieras quedarte a comer conmigo, She —se fue alejando en dirección a la cocina—. Es una idea estupenda invitar a tu señor Black, She, a comer con nosotras. Estupendo que quieras llamarle, She.
Maya sonrió, la señora Cho siempre era así. Decidía por ella y después se comportaba como si todo hubiera sido idea de Maya, y ella no hubiera tenido nada que ver.

Duncan apareció quince minutos más tarde con un paquete lleno de dulces—: ¿Qué ha dicho? —la Señora Cho había emitido un largo veredicto en chino, tras sus cinco minutos de observación silenciosa. Maya había escuchado muerta de la vergüenza, deseando que la tierra se la tragase y agradeciendo que él no hablase más que un par de palabras de chino.
—¡Qué! —la Señora Cho había tomado el paquete con los pasteles y había ido a llevarlos a la cocina, dejándoles solos en el salón.
—No hablo chino.
—Que esperaba que fueras más… —le costaba ser “diplomática”. No se veía capaz de traducir a la Señora Cho. ¿Cómo podía haber sido capaz? Cuando le presentó a Andrew sólo había dicho «Es alto».
—¿Joven?
—Bajo —mintió—. Pero le gustas. El resto no pienso traducirlo —miró a la Señora Cho que volvía de la cocina—. Me avergüenzas —murmuró en chino.
La Señora Cho sonrió—: ¿Comemos ya, She?

Duncan puso la mano sobre su muslo en el taxi—: ¿Qué fue lo que dijo?
—¿Para qué quieres saberlo?
—Maya…
—Que tienes mucho yang, mucho fuego —aquello no era algo que le extrañara, ella misma lo había notado. «Él tiene mucho yang, tú tienes mucho yang, pero él sabe como equilibrarlo. Es bueno para ti. Sabrá sacar tu yin.»
—¿Nada más? Pensaba que había dicho algo sobre mi “dragón de jade” y mi fogosidad.
Maya enrojeció—: Creí que no entendías el chino.
—¿Yo dije eso? Mentí.
—¿Lo entendiste todo? —preguntó preocupada. Había dejado que la señora Cho se explayara en sus fantasías salidas de la lectura de los libros de Jade Lee. Todo porque pensaba que Duncan no entendería nada.
—No sé, estaba demasiado ocupado mirando tus “montañas llenas de ying”. ¿Qué es eso de “la cueva bermellón”? ¿Merece la pena ir de visita turística? ¿Qué es la “cueva bermellón” y el “dragón de jade”?
—Son… —levantó la mirada y vio su sonrisa socarrona—. Me estás tomando el pelo.
—Estoy deseando que me lo expliques, palabra por palabra.
—Si quieres te hago un croquis, o te compro un libro —tenía en la maleta una novela de Jade Lee, que la señora Cho le había regalado en su penúltima visita.
—Prefiero las exposiciones orales.
—No soy muy buena con la lengua —«soy más bien de las que muerden.» Pensó. ¿Por qué le estaba tomando el pelo de esa manera? Él no era así.
—Eso lo pongo en duda.
Maya se dio cuenta de que la mano de Duncan seguía sobre su muslo y que ese contacto, lejos de molestarle, le gustaba. Sonrió, se dejó caer, relajada, en el asiento—: No pienso hacerlo.
—Todo es negociable —Duncan cerró los ojos y siguió disfrutando de su mano sobre el muslo de Maya—. ¿Por qué te llama she?
—Nací en el año de la serpiente.
—¿Seguro que se te dan mal las exposiciones orales? Las serpientes suelen tener mucha labia.
Maya se dio por vencida, no podía con él, así que se echó a reír a carcajadas.
—Bonita risa —Duncan sonrió con los ojos aún cerrados.