La última vez que la vi, tenía 16 años. Dormía en mi cama. Salí de aquella casa lo más rápido que pude. No quería mirar atrás, en realidad no lo hice. Pero nunca pude dejar de pensar en ella.
Y ahora la tenía delante. Habían pasado diez años. Bueno, mentí. Si volví a verla. Me la encontré en Buenos Aires. Yo trabajaba allí, en un restaurante, de cocinero. Y ella comía en aquel restaurante caro, con un hombre que parecía veinte años mayor que ella, y que yo no reconocí. Tenía… 20 años, él parecía tener 50, ¡qué hacía con aquel tipo que podría ser su padre!
Salí furioso del restaurante. Fueron las cuatro horas más largas de mi vida, deseaba que todos se fueran, que ella se fuera, que el hijo de puta que la acompañaba se atragantara con la comida… Y entonces la vi, sentada en aquel banco, frente al restaurante, tapada con un chal gris, arrebujada, helada de frío.
Me tomó del brazo, sin decir nada, como si no hubieran pasado cuatro años hasta ese momento y paseamos. Yo no sabía hacia donde caminar, quería preguntar, pero no pregunté. ¿Qué podía decir?: «¿Qué haces con un tipo tan viejo?»
Ni siquiera me pregunté que hacía ella tan lejos de casa. Al otro lado del océano. En mi tierra. Había huido de España, de mi pasado, ¿qué hacía ella allí, de vuelta?
Se paró, se quedó quieta sin decir nada, esperaba algo, así que di un paso y le di un beso en la frente para despedirme. Ya cogería un taxi desde allí hasta mi apartamento.
—¿No piensas sacar la llave? —estaba tan empanado que no me di cuenta de que esa era la puerta de mi edificio. Allí vivía yo. ¿Cómo podía saberlo? Una de las cosas más irritantes de Dani, así se llama, es esa capacidad casi mágica de leerme los pensamientos—. Me mandaste una carta, ¿recuerdas?
Sinceramente no recuerdo, pero en mis noches blancas hago muchas estupideces que no recuerdo después. Una más para la lista.
—¿Para qué has venido? —pregunté con la llave en la mano. Su respuesta hizo que no fuera capaz de atinar a la hora de girarla y que fuera Daniela quien la girara, muerta de la risa. No dejaba de pensar: "Seguro que la entendí mal".
—Para que me cojas.
—¿En brazos? —seguí insistiendo como un pelotudo.
—Estoy cansada, mejor en la cama ¿sí? —lo dijo como si nada. ¿Cómo puede ser tan indolente? ¿Es de verdad humana? A veces lo dudaba cuando vivía con ella.
—¿Quieres follar? —esperé, esperé que me mirara a los ojos y me dijera que no, que todo era una broma, que me estaba tomando como el pelotudo que soy.
Pero ella asintió, me miró directamente a los ojos, lo decía en serio.
—¿Conmigo? —pregunté en un último intento de parecer más gilipollas aún.
Su respuesta fue clara, su mano fue directamente a mi entrepierna.
La miré de arriba abajo, como no me atreví a mirarla mientras paseábamos, ni cuando la vi por primera vez en el restaurante, ni cuando me esperaba sentada en aquel banco. Había crecido por todas partes, no parecía ya ese palo de escoba que era. Y sin embargo, la reconocería en cualquier parte del mundo, incluso de espaldas.
Me sería imposible olvidar aquel cuerpo que me hace huir.
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