«—¿Me regalas una canción —acariciaba la oreja de Maya con su aliento y la punta de su lengua—, en mi oído? —jugaba con su pelo, evitaba mirarla a los ojos, porque sus ojos quemaban. ¿Cómo una mujer tan tímida podía transmitir tanta pasión, tanto deseo?
—¿Q-qué quieres que te cante? —su voz temblaba. En realidad era todo su cuerpo el que temblaba al sentirle tan cerca. Sentía el calor que emanaba de su piel. Las manos que apenas le acariciaban parecían que la quemaban.
—Déjame que ponga música, yo te afinaré, tú sólo tendrás que buscar la letra —sus ágiles dedos se colaron por debajo de la camisa de Maya, y ella comenzó a gemir—-, pero si aún ni te he tocado —soltó una carcajada.
Susurró en su oreja con su aliento húmedo—: Gime para mí, canta para mí —rozó sus pezones por encima del sujetador—, tanto por afinar… ¡qué delicia! —lamió su cuello, haciéndola gritar —. ¿Ves como te sabes la letra?
Maya le apartó de un empujón.
—Disculpa —Duncan se apartó de ella y se sentó en el sofá. Intentaba no mirarla llevaba la blusa entreabierta y podía ver sus pechos casi desnudos—: ¡Maya!
—¿Sí? —le miraba con la cabeza ladeada, los labios entreabiertos y húmedos y Duncan se arrepintió de haberle dicho nada. Sintió ganas de besarla, de tirarla sobre la mesa que había detrás de ella y terminar lo que había empezado.
—¡Tápate! ¡o te juro que te tiraré sobre esa mesa y no respondo de lo que pueda hacerte! —podía olerla, toda la habitación olía a ese maldito perfume. Si seguía oliendo ese perfume le iba a dar igual. Desnuda, vestida, sobre la mesa, contra la pared… no iba a tener piedad.»
Lo recordaba… por eso había querido salir de aquella habitación de Hong Kong. Aún podía recordar a Maya con la camisa abierta ofreciéndole los senos. Y ese olor…
—¿Tú nunca cambias de perfume? —soltó sarcástico.
—¿Por qué? —Maya le miraba sin entender el sentido de aquella pregunta, apoyada en la otra pared del gran ascensor—. Sé cuánto te excita —bromeó. Duncan se acercó a ella y la sonrisa se borró de sus labios. Sólo fue un paso. Un simple paso, pero Maya se puso nerviosa. Sonrió aliviada al ver que las puertas se abrían y que podía escapar por debajo del brazo de Duncan. Tomaría ese café y se iría a casa—: ¿En qué pensabas?
—En nada —Duncan dio un paso atrás. Ahora era Maya la que estaba peligrosamente cerca.
—Ahora eres tú el que me empuja a mí.
Duncan soltó una carcajada. En momentos como aquellos sospechaba que Maya era una pequeña bruja.
—¿Q-qué quieres que te cante? —su voz temblaba. En realidad era todo su cuerpo el que temblaba al sentirle tan cerca. Sentía el calor que emanaba de su piel. Las manos que apenas le acariciaban parecían que la quemaban.
—Déjame que ponga música, yo te afinaré, tú sólo tendrás que buscar la letra —sus ágiles dedos se colaron por debajo de la camisa de Maya, y ella comenzó a gemir—-, pero si aún ni te he tocado —soltó una carcajada.
Susurró en su oreja con su aliento húmedo—: Gime para mí, canta para mí —rozó sus pezones por encima del sujetador—, tanto por afinar… ¡qué delicia! —lamió su cuello, haciéndola gritar —. ¿Ves como te sabes la letra?
Maya le apartó de un empujón.
—Disculpa —Duncan se apartó de ella y se sentó en el sofá. Intentaba no mirarla llevaba la blusa entreabierta y podía ver sus pechos casi desnudos—: ¡Maya!
—¿Sí? —le miraba con la cabeza ladeada, los labios entreabiertos y húmedos y Duncan se arrepintió de haberle dicho nada. Sintió ganas de besarla, de tirarla sobre la mesa que había detrás de ella y terminar lo que había empezado.
—¡Tápate! ¡o te juro que te tiraré sobre esa mesa y no respondo de lo que pueda hacerte! —podía olerla, toda la habitación olía a ese maldito perfume. Si seguía oliendo ese perfume le iba a dar igual. Desnuda, vestida, sobre la mesa, contra la pared… no iba a tener piedad.»
Lo recordaba… por eso había querido salir de aquella habitación de Hong Kong. Aún podía recordar a Maya con la camisa abierta ofreciéndole los senos. Y ese olor…
—¿Tú nunca cambias de perfume? —soltó sarcástico.
—¿Por qué? —Maya le miraba sin entender el sentido de aquella pregunta, apoyada en la otra pared del gran ascensor—. Sé cuánto te excita —bromeó. Duncan se acercó a ella y la sonrisa se borró de sus labios. Sólo fue un paso. Un simple paso, pero Maya se puso nerviosa. Sonrió aliviada al ver que las puertas se abrían y que podía escapar por debajo del brazo de Duncan. Tomaría ese café y se iría a casa—: ¿En qué pensabas?
—En nada —Duncan dio un paso atrás. Ahora era Maya la que estaba peligrosamente cerca.
—Ahora eres tú el que me empuja a mí.
Duncan soltó una carcajada. En momentos como aquellos sospechaba que Maya era una pequeña bruja.
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