viernes, 12 de diciembre de 2008

La estirpe del lobo

El miedo le rodeaba. Unos ojos brillantes y fieros le observaban. No eran como nada que hubiera visto. Y sin embargo creyó reconocerlos. En algún sitio en su cabeza, allí en lo más hondo, estaban. Sí, allí estaban. Y entonces despertó.
Despertar le hizo olvidar ese miedo, esos ojos. Pero no olvidó la oscuridad que le envolvía en su sueño. No recordaba lo que le había despertado. Parecía algo fantasmagórico. Pensó que quizás seguía durmiendo. Miró el reloj. Era medianoche. No había dormido más de una hora y se sentía como si hubiese estado durmiendo durante días. Se levantó y se paseó por la habitación. Entonces alguien trató de abrir la puerta con cuidado evitando hacer ruido. Se preparó dispuesto a saltar sobre el intruso. Una sombra entró en la habitación, le miró durante unos instantes. Estaba preparado, sus músculos estaban en tensión y sentía de repente todo a su alrededor...
La sombra le habló. Y entonces él se relajó. Reconoció aquella voz, y se sentó en la cama. Dispuesto a volver a ella, dispuesto para dormir. Era su madre.
Le miraba de un modo extraño y le hablaba. Las palabras salían de su boca y él aunque las oía era incapaz de entenderlas. Poco a poco se fue calmando y logró entender.
—Tienes que irte —decían—. Han venido a recogerte. Tu padre ha hecho tu equipaje —continuaban. Él sintió como las palabras le ardían en la garganta a su madre. Como si no quisiera pronunciarlas, pero no pudiese retenerlas en la boca.
—¿Quién? —logró decir. Sus pensamientos volaban dentro de su cabeza demasiado rápido como para poder entenderlos. Se alegraba de estar sentado porque si hubiera estado de pie se habría desplomado.
—Ella —las palabras enmudecieron. Él se dio cuenta de que lloraban. De que lo que pasaba no les gustaba, pero no podían evitarlo. Su madre se fue. Y él se vistió porque era lo que tenía que hacer. No quería disgustar más a su madre.
Fuera en el césped sentada sobre la hierba había una chica. Era demasiado joven para ser una mujer o al menos eso le pareció. Miraba la luna con verdadera devoción. Como si en ella se hallase oculto el más maravilloso de los misterios. Él salió, dejó la maleta junto a la puerta y se sentó junto a ella. Era joven, no tanto como ella. Pero lo era. Sus ojos eran grises, profundos y tristes. Unos ojos más claros les miraban desde una ventana de la casa. Los ojos sufrían. Sabía que iba a suceder, sin llegar a saberlo del todo. Nunca habían querido saberlo. Era demasiado doloroso para ellos. Los ojos habían olvidado que el dolor fuese tan grande. Sus ojos estaban allí, hablando con otros ojos...
Una nube apagó la luna. El cielo se oscureció y los ojos grises susurraron y los otros ojos asintieron sonriendo,... y al final los ojos grises se marcharon.
Él salió a la calle, observó el cielo y sintió algo extraño al saber de algún modo que cuando volviese nada sería igual. La chica estaba ante él y le miraba a él con su maleta en la mano. Sin nadie que se lo dijese, supo que ella era Ella.
Ella se dirigió a él en una lengua extraña o al menos eso le pareció. Él no lograba entenderla. Sus palabras llenaban su mente sin lograr entenderla. Sintió miedo. Recordaba lo que había pasado antes en su habitación con su madre. No quería desmayarse ante ella. No quería parecer débil.
Alguien respondió, sabía que no era él. Las palabras hablaban en el mismo idioma. Ella emitió palabras que respondían a las palabras que flotaban a su alrededor. Las palabras preguntaron o contestaron o simplemente dijeron y él se perdió en el mar de palabras sin significado. En el mar de sonidos que le rodeaba y por un instante volvió a pensar que estaba soñando.
De repente la luna volvió y vio a su madre asomada a la ventana y a pesar de que no movió los labios oyó claramente su voz que decía: «Buena suerte.»
Entonces descubrió la razón por la que no se había desmayado. Su padre le abrazaba como cuando era pequeño y tenía una pesadilla. Se sintió de repente seguro y le entró miedo al mismo tiempo.
La chica se dio la vuelta y se dirigió a la calle. Se alejaba de la casa. Él sabía que debía seguirla. Tenía que irse con ella.
Ante su casa había una furgoneta negra y brillante. Una mujer enorme les esperaba. Cogió la maleta y se dirigió a abrir la puerta de atrás. Lanzó la maleta dentro y sujetó la puerta hasta que la chica entró y cerró con llave. Él se giró para despedirse. No sabía por cuanto tiempo. Sabía que echaría a todos de menos. Miró a su madre y con su pensamiento le dijo «adiós». Miró a su padre y se asustó ante la posibilidad de no volver a ver su cara. Agitó la mano y se metió en la furgoneta. Siguió mirando la casa mientras se alejaban y sintió mucho más miedo del que había soñado. Estaba sentado junto a la enorme mujer que conducía. Parecía agradable. No sabía si decir algo. O simplemente callar. Pero él quería saber a dónde se dirigían. Y..., ¿por qué?
—¿Tienes hambre? Será un viaje largo. Hay bocadillos en la guantera.
—¿Adónde vamos?
—A casa. ¿Es que no te han dicho nada? —le miraba sorprendida.
—No.
—Bueno. Tú siéntate y descansa. Es un viaje largo.
—¿Cómo es?
—¿Mi casa? —Bill asintió—. Ya lo verás. Me llamo Carol.
—Yo soy Bill.
—No eres muy alto… ¿Cuántos años tienes? ¿12? ¿14?
—15.
—¿15 años?
—Tengo la misma edad que ella —se sintió ofendido. Sabía que no era tan alto como su padre o aquella mujer, pero eso no quería decir que fuera un niño.
—¿15 años? Ella no tiene 15 años —Carol sonrió—. ¿Por qué no te duermes? Prometo despertarte.

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