miércoles, 28 de febrero de 2007

En la niebla (3)

Denise le miraba mientras Duncan sacaba el paquete de cigarrillos del bolsillo interior de su chaqueta, extraía uno cuidadosamente, como lo hacía todo. Tenía unos dedos largos, como los de un pianista. Al ver como esos dedos se introducían en el paquete buscando un cigarrillo notó una contracción involuntaria de su cerebro y sintió como la excitación le recorría la columna vertebral. Esos dedos habían jugado dentro de ella. Y aun recordaba el placer que había sentido. Pero no fue sólo su cerebro el que se contrajo.

Nunca antes se había fijado en él. Era mayor que ella, se notaba en la mirada, en la voz, dura, profunda e intensa; en los gestos adustos y a veces fríos, en esa forma de reír, nunca sonreía con la boca. Su mirada era dura siempre que la miraba. Por primera vez, en el reflejo de aquella enorme ventana, en aquel momento la había mirado con suavidad, como acariciándola con los ojos.

Tenía los ojos oscuros, que contrastaban con ese pelo tan claro, era glacial. Siempre había tenido miedo de él, desde que Liam les presentó. Era siempre tan adusto y frío con ella. Sabía que él consideraba que era una pequeña advenediza.

Sonaba tan ridículo lo de advenediza. Liam se había reído cuando se lo dijo. Parezco la advenediza de una mala novela. Y él se había reído a carcajadas.

— ¿En qué piensas?

—En nada.

— ¿Nada? Cosas de advenedizos —una sonrisa perversa afloró en sus labios—, seguro.

— ¿Te lo contó? —Denise se ruborizó rápidamente. Sentía como las mejillas le ardían de la vergüenza.

—Le hizo gracia. ¿Fumas? —preguntó tendiéndole un cigarrillo.

—No debió —rechazó el cigarrillo con la mano.

—Así que te doy miedo —la miraba directamente, sentado en el respaldo del sillón con una sonrisa en los labios mientras encendía el cigarrillo.

—Yo no he dicho eso —sintió unas ganas inmensas de quedarse viuda.

—Tampoco hace falta.

—No te tengo miedo.

—Pequeña —se paró un instante junto a ella lo justo para casi susurrarle al oído—, mientes fatal —un inmenso silencio les invadió hasta que él no aguantó más—: No me queda tabaco, ¿quieres algo de abajo? —preguntó mientras recogía la americana al pasar y salía por la puerta sin esperar una respuesta por su parte.

Se quedó parado delante del ascensor. Estaba seguro de haber oído suspirar aliviada a Denise mientras cerraba la puerta. ¿Se había vuelto loco? Había hecho una estupidez. Una autentica estupidez. Una estupidez que le podía costar muy cara. William, además de su socio, era su amigo y el hijo de un viejo amigo; Max, el antiguo socio de Duncan que se había retirado al cuarto ataque al corazón.

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